La sensibilidad con lo que no ves,
pero sabes que existe,
es en gran medida lo que nos impulsa a lanzarnos a este
mundo ya profesionalizado de la ayuda humanitaria.
Con el corazón encogido y sin apetito me quedaba, siendo tan
solo un niño,
cuando las noticias de las 3 de la tarde recogían imágenes
de gente que,
según decían, vivían en el tercer mundo (aunque yo no sabía
con claridad cual era el segundo),
alejado de platos llenos de comida variada,
de luz al alcance de un interruptor,
y de agua limpia al girar una manilla con un punto de color
azul o rojo.
Ya de adolescente me cabreaba exageradamente con la
inconsciencia de mi gente al comprar,
sin ningún tipo de piedad,
millones de artilugios inservibles que agrandaban los
montones de basura guardada en los cajones y armarios.
Siempre me sentí raro al advertir incongruencias en un mundo
que,
gracias a las fotos espaciales de los libros de texto,
supe que no tiene más fronteras que las que se dibujan en el
“mapa político”.
Y ahora ya llevo unos años cruzando angustiosas aduanas
gracias a una nacionalidad sin limitaciones, y no para todos es igual.
He vivido donde la
altitud y las chacras son la realidad
y la ciudad, tan
cercana,
un sueño que fácilmente se convierte en pesadilla.
No quieren moverse pues viven en su paraíso.
Quieren mejorar…
pero no tanto que les haga resbalar en el
hielo de “la sociedad”.
Sonríen, se emborrachan y aman como si fueran niños,
con la misma inocencia y su única camiseta llena de rotos y
remiendos.
He conocido amigos sin pasaporte
encerrados en un desierto que ni siquiera pertenece a su
país
(algunos ni lo han pisado)
viviendo cada día igual,
a la espera de la nevada
mientras desde fuera llegan cajas de comida y del entresuelo
agua salada.
Naciendo y muriendo sin tierra,
sin esperanza…
He llorado
rodeado de lagos y selvas,
en soledad,
viendo como los niños corren y ríen
a la pata coja
pues una
mina se llevó la otra pierna.
Cubierto de ropa mojada me despedía de quienes no tenían
donde secarla,
para comer lo que mis vecinos administraban para una semana.
Ahora ando, reflexiono y coordino
para los que no tienen
fuerzas
ni para espantarse las moscas,
vivo entre paredes
mientras ellos lo hacen entre
plásticos
(los más afortunados),
alegrándome por el descenso de las enfermedades…
ya ni las muertes quiero contar.
Y debo continuar
a diario
con la misma energía
y con la motivación que pierdes cuando te endureces.
Y te tienes que endurecer
Y te tienes que aislar
Y te llegas a acostumbrar al sufrimiento ajeno…
Todo lo que desde pequeño sentía lo pierdo
Me sumerjo en la burbuja hormigonada del trabajo
y no salgo de ella ni al terminar el día… me siento un
hombre sin corazón.
La rabia llega al volver al hogar,
las lágrimas enclaustradas me ahogan
y los gritos de rabia se confunden con enfados mal
entendidos.
Me siento más solo,
más incomprendido,
tratando de ser uno más pero sin conseguir alejar las
imágenes que la ignorancia y la avaricia del hombre ha creado.
Nadie se siente culpable
y todos lo somos
Yo el primero
*