Las primeras
claridades del amanecer se asoman por la mosquitera de mi tienda de campaña y
espero a que llegue el momento de empezar a estirar los músculos de mi espalda.
Pi-pi pi-pi,
pi-pi pi-pi.
Vuelvo a abrir
los ojos y a tientas salgo de mi cueva.
Mi primera mirada
hacia la hoguera.
A veces alguien se me adelanta para encender el fuego que
caliente el agua que transformaré en mi café de la mañana.
Ésta ha sido una de
ellas, y me alegra.
Pongo algo de
música en mis oídos y busco algo de agua con la que refrescar mi cara, mi nuca
y mis muñecas. La primera de las formalidades para despertar mis sentidos.
Frente al
amanecer que se filtra por los cañaverales del Nilo Blanco, ejecuto casi mecánicamente
más estiramientos de espalda.
Las cremalleras
del resto de tiendas van sonando periódicamente, el trabajo nos espera a todos.
Pero antes me
acerco a la olla que ya hierve bajo el fuego para recoger con una taza un poco
de agua, echarle un sobre de café y sentarme con ella entre mis manos para
realizar el último ritual que me ayude a despertar.
Me quedo quieto
sentado en una silla de plástico, frente al sol que empieza a asomar y colorear el cielo que cubre la enorme explanada
llena de gente desplazada, tomando a pequeños sorbos mi desayuno.
*
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