domingo, 21 de septiembre de 2014

WALLS

La sensibilidad con lo que no ves,
pero sabes que existe,
es en gran medida lo que nos impulsa a lanzarnos a este mundo ya profesionalizado de la ayuda humanitaria.

Con el corazón encogido y sin apetito me quedaba, siendo tan solo un niño,
cuando las noticias de las 3 de la tarde recogían imágenes de gente que,
según decían, vivían en el tercer mundo (aunque yo no sabía con claridad cual era el segundo),
alejado de platos llenos de comida variada,
de luz al alcance de un interruptor,
y de agua limpia al girar una manilla con un punto de color azul o rojo.

Ya de adolescente me cabreaba exageradamente con la inconsciencia de mi gente al comprar,
sin ningún tipo de piedad,
millones de artilugios inservibles que agrandaban los montones de basura guardada en los cajones y armarios.

Siempre me sentí raro al advertir incongruencias en un mundo que,
gracias a las fotos espaciales de los libros de texto,
supe que no tiene más fronteras que las que se dibujan en el “mapa político”.


Y ahora ya llevo unos años cruzando angustiosas aduanas gracias a una nacionalidad sin limitaciones, y no para todos es igual.

He vivido donde  la altitud y las chacras son la realidad
y la ciudad, tan cercana, 
un sueño que fácilmente se convierte en pesadilla.
No quieren moverse pues viven en su paraíso.
Quieren mejorar…
pero no tanto que les haga resbalar en el hielo de “la sociedad”.
Sonríen, se emborrachan y aman como si fueran niños,
con la misma inocencia y su única camiseta llena de rotos y remiendos.


He conocido amigos sin pasaporte
encerrados en un desierto que ni siquiera pertenece a su país 
(algunos ni lo han pisado)
viviendo cada día igual,
a la espera de la nevada
mientras desde fuera llegan cajas de comida y del entresuelo agua salada.

Naciendo y muriendo sin tierra,
sin esperanza…



He llorado 
rodeado de lagos y selvas,
en soledad,
viendo como los niños corren y ríen 
a la pata coja 
pues una mina se llevó la otra pierna.

Cubierto de ropa mojada me despedía de quienes no tenían donde secarla,
para comer lo que mis vecinos administraban para una semana.




Ahora ando, reflexiono y coordino 
para los que no tienen fuerzas 
ni para espantarse las moscas,
vivo entre paredes 
mientras ellos lo hacen entre plásticos 
(los más afortunados),
alegrándome por el descenso de las enfermedades…
ya ni las muertes quiero contar.




Y debo continuar
a diario
con la misma energía
y con la motivación que pierdes cuando te endureces.
Y te tienes que endurecer
Y te tienes que aislar
Y te llegas a acostumbrar al sufrimiento ajeno…


Todo lo que desde pequeño sentía lo pierdo
Me sumerjo en la burbuja hormigonada del trabajo
y no salgo de ella ni al terminar el día… me siento un hombre sin corazón.

La rabia llega al volver al hogar,
las lágrimas enclaustradas me ahogan
y los gritos de rabia se confunden con enfados mal entendidos.

Me siento más solo,
más incomprendido,
tratando de ser uno más pero sin conseguir alejar las imágenes que la ignorancia y la avaricia del hombre ha creado.

Nadie se siente culpable
y todos lo somos
Yo el primero



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